
No es lo mismo subir cualquier escalera que subir esta escalera.
Cuidado. Aquí el acero no solo sostiene, también sugiere.
Hay un filo en su geometría aserrada, un pulso en su estructura en voladizo que parece desafiar lo inevitable.
Se flota, o al menos se duda.
El primer paso no es un paso, sino un pacto con el vacío. La madera maciza recibe el pie con firmeza, pero no lo retiene cede apenas, respirando con la gravedad. Se avanza con la certeza de que cada peldaño no es solo una forma, sino una pausa, un instante suspendido.
La barandilla de madera es otra cosa. Suave al tacto, como si ya hubiera sido tocada mil veces antes, guía con un trazo continuo, dibujando en el aire la intención de la escalera.
No es un límite, es un gesto.
Más arriba, todo se vuelve una coreografía entre el cuerpo y el espacio.
Se sube, sí, pero más que eso, se transita. La escalera no conecta estancias, conecta emociones. Lo que hay arriba importa menos que la transformación silenciosa que ocurre en el trayecto.
Y cuando se alcanza el último peldaño, se descubre lo inevitable, la escalera ya ha dejado algo en quien la subió.
O quizás ha sido al revés.